Durante mucho tiempo, la humanidad ha intentado imaginar a Dios con forma humana. Lo ha vestido con túnicas, le ha dado barba, trono y mirada severa. Lo ha puesto en los cielos para mantener la distancia. Pero cuanto más lo hemos colocado allá arriba, más nos hemos alejado de su esencia.Y quizás por eso tantos lo buscan y tan pocos lo encuentran: porque lo buscan afuera, cuando su morada ha estado siempre dentro.
He llegado a pensar que Dios no es alguien, sino algo. No un ser que observa y juzga, sino una presencia que habita y sostiene. No es un padre con emociones humanas, sino la conciencia que da sentido al universo.
Cuando callo la mente y entro en paz, lo siento. No como una voz, sino como una vibración. No como un pensamiento, sino como una certeza silenciosa. Es como si la vida, en ese instante, respirara a través de mí.
A veces creemos que necesitamos orar para acercarnos a Dios, pero hay momentos en que basta con estar. Estar en calma. Estar presentes. Estar conscientes. Porque cuando uno se detiene a sentir la serenidad, el universo entero parece responder. Esa es la oración más pura: la del alma que reconoce su origen sin necesidad de palabras.
El Dios del que me hablo no castiga ni exige. No necesita adoración ni sacrificios. No pide que lo ames por miedo, sino que lo descubras en cada cosa viva: en el río que fluye, en el silencio que calma, en el gesto bondadoso de un desconocido.
Ese Dios no gobierna el mundo: lo es. No está en el tiempo: lo trasciende. No divide, sino que une. Es la energía que sostiene el átomo y el pensamiento, el pulso que late en el pecho del hombre y en el corazón de una estrella.
No necesito imaginarlo con rostro, porque lo siento en cada forma. No tengo que creer en Él, porque ya lo experimento. Dios no está en el cielo, sino en la capacidad del ser humano de sentir amor, paz, compasión. En cada instante en que alguien hace el bien sin testigos, ahí está Dios.
Quizás el error más grande de nuestra especie fue convertir lo divino en religión y no en conciencia. Porque cuando Dios se convierte en institución, pierde su libertad; y cuando la fe se vuelve mandato, el amor se convierte en obligación.
El Dios que comprendo no se revela a través del miedo, sino del asombro. No necesita templos ni dogmas. Le basta con que cada uno de nosotros viva con la suficiente profundidad para reconocer lo sagrado en lo cotidiano.
Y cuando miro al cielo, no imagino a un creador sentado en un trono de nubes. Lo que veo es una totalidad que respira, una energía inmensa que late dentro y fuera de mí. No lo llamo “Señor”, lo llamo Todo. Porque no está separado de lo que soy.